Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






jueves, 26 de junio de 2008

ORYZA GLABERRIMA*

La Guerra Civil Americana se inició en Carolina del Sur, el 12 de abril de 1861, cuando tropas confederadas iniciaron el ataque sobre Fort Sumter, un fuerte de la Unión en territorio Confederado, próximo a Charleston.
El día siguiente, las tropas dentro del fuerte se rindieron.

Esta noticia se esparció rápidamente en Charleston y en las tierras aledañas.
Los hacendados confiaban plenamente en sus tropas, para ello habían cooperado no sólo con dinero y armas, sino también con hombres: ellos mismos, sus hijos, sus esclavos. Y es que no era cuestión de amilanarse ante la batalla, ante la guerra. Había que defender los derechos que tenían ganados por ya más de 100 años: sus familias, sus posesiones, sus riquezas, sus esclavos. Todo estaba en juego.
Robert Woodrow, rico hacendado de la región tenía mucho que perder. Sus plantaciones de arroz y las incipientes de algodón le habían costado no sólo dinero y trabajo, sino también desvelos, imposiciones, arreglos políticos y sociales. En fin, si se perdía esta guerra, él se arruinaba. Y con él se arruinaban no sólo su madre y tres de sus hermanas que de él directamente dependían, sino también su esposa Helen Irwing y sus ocho hijos, y uno de los hermanos de ella, Jason Irwing, que estaba a cargo de una de las nuevas haciendas de algodón; y también se irían al traste sus inversiones en la bolsa y en algunos comercios de la capital.
Mr. Robert Woodrow pensaba también en sus esclavos. Tenía más de cien entre sirvientes, amas de llaves, caballerangos, labriegos, mozos, caporales, vaqueros, nanas y nodrizas. A todos conocía, si no por sus nombres, sí por el trabajo que desempeñaban. Eran sus esclavos. Él los había comprado al negrero aquél que venía cada seis u ocho meses a ofrecérselos antes que a cualquiera porque los pagaba bien. Era exigente en la compra, revisaba bien lo que adquiría. Y también pagaba bien sin tanto regateo con monedas fuertes de oro.
También Mr. Robert Woodrow daba buen trato a sus esclavos. Los alimentaba y vestía bien, dábales limpias y decorosas viviendas. No permitía que los capataces o cualquiera de la familia les maltrataran aunque sí exigía el cumplimiento cabal de las obligaciones de cada uno de ellos. Esto hizo que los negros que a su servicio estaban tuvieran a Mr. Woodrow un especial aprecio y consideración, y a su esposa, buena cristiana, y a sus hijos, tres varones y cinco mujercitas, todos ellos hermosos y de buen corazón como sus padres.
Entre los esclavos negros que trabajaban en las grandes plantaciones arroceras de los Woodrow sobresalía uno: Mabumba Beguele al que el mayor de los varones de la familia, Jason, que estudiaba botánica, había puesto el sobrenombre de Oryza Glaberrima, nombre en latín que al arroz africano se da, porque este negro conocía bien, muy bien, el proceso del plantado y cosecha del arroz. Gracias a él y a sus cuidados se lograban las mejores cosechas no sólo de la región, sino también de todo el País. De hecho, el precio en la Bolsa lo fijaba el grano que Woodrow ponía a la venta. Era verdaderamente bueno su grano. Alargado y blanco, su tamaño no desmerecía en nada contra el arroz asiático que también se ofertaba en la Bolsa. Esto hacía que las ganancias de Woodrow aumentaran año con año.
Oryza, como todos le llamaban, sabía bien su oficio. Y Mr. Woodrow se lo agradecía. Y por ello lo consideraba. Y de hecho, ya le había ofrecido otro trabajo dentro de la misma hacienda, pero Oryza se había negado a aceptarlo porque él amaba sembrar arroz. Así se lo había hecho saber a su amo ya que así se quería quedar: sembrando arroz. Porque recordaba la vida en su lejana tierra, sembrando arroz, obteniendo buenas cosechas cuando el tiempo lo permitía, alegrándose de ver comer satisfactoriamente a los de su aldea. Claro, ahora se alegraba de saber que la cosecha se había vendido bien y eso le daba un gran orgullo, que no mencionaba, pero que se podía ver en su amplia sonrisa y en el brillo de sus ojos cuando su amo le anunciaba que ésta estaba toda vendida y a mejor precio que el año pasado. Oryza se iba entonces caminando a su casucha con pasos firmes y fuertes, marcando el paso de otra manera, balanceando los brazos como si en ese balanceo quisiera abarcar toda la plantación. Y a veces, muy a veces, cuando pensaba que su amo no lo veía ni lo oía, lanzaba una sonora carcajada y aventaba su sombrero al aire al tiempo que saltaba de puro gusto.
Ése era Oryza.

Los Estados Unidos, tras el inicio de la guerra, bloquearon el acceso al mar de Carolina del Sur, a través del bloqueo naval de los principales puertos del Estado. Esto arruinó la economía de Carolina del Sur. Tropas de la Unión comandadas por William T. Sherman invadieron Carolina del Sur en 1865, y quemaron un gran número de plantaciones a lo largo de todo el Estado. Al final de la guerra, cerca de 65 mil hombres de Carolina del Sur habían luchado al lado de la Confederación. De éstos, cerca de 18 mil murieron.

En uno de los amplios galerones del Fort Sumter un negro de amplia musculatura, bien plantado, pero vestido pobremente, recorría los pasillos intentando reconocer entre los cadáveres a alguno. Sí ya vió a John, el talabartero y a su hijo Josua. También reconoció a Mr. Lang el de la tienda y a uno de sus empleados al que le decían Petit, porque nunca supieron como se llamaba. Seguía recorriendo penosamente. El dolor le agobiaba ¡a cuántos conocía! ¡cuántos estaban ahora muertos! Pero el hedor le provocaba náuseas y le recordaba su viaje a estas tierras americanas hace ya mucho tiempo. No, no encontraba el cuerpo. Quizás no estuviera muerto, pero ya había buscado en los hospitales y ya había recorrido las listas de los hechos prisioneros ¡y nada! El recorrido entre los cadáveres era lo último que le quedaba. Y no. No encontró nada después de una segunda vuelta.
¿Dónde podía estar?
Regresó a la casa. A la casa grande. Ahí, le esperaba Helen Irwing ansiosa. Avejentada, marchita por tantas penas, había perdido a sus tres hijos varones en esta guerra, y a sus hijas tenía mucho tiempo de no verlas porque fue mejor enviarlas a México, que aunque también estaba en guerra, en algunas ciudades todavía se podía vivir decorosamente y esto había sido lo mejor para ellas. Mr. Robert Woodrow había decidido unirse a las tropas Confederadas hasta lo último. Y a la fecha no se sabía nada de él. Helen se angustiaba y mandaba diariamente a Oryza, ese negro fiel, que se había quedado con ella y algunos otros más por lealtad. Ahora Helen tenía mucho que agradecer a este negro que, sabiendo sembrar, había logrado sacar adelante una hacienda a la partida de Mr. Woodrow. Oryza realmente había evitado que esta buena mujer y otros pocos más no se murieran de hambre. Sembraba y vendía bien la siembra, principalmente el poco arroz que lograba obtener en esos días de penuria.
Le dijo a Helen lo que había hecho y lo que pensaba hacer el fin de semana: irse al condado vecino a preguntar. Incluso pidió a la señora alguna tarjeta de visita** de Mr Woodrow para mostrarla por ahí, a ver si alguien le reconocía. Hablaba, y hablaba y decía a su ama que los días pasarían rápido e intentaba de esa manera consolarla al tiempo que veía a la lejanía, pidiendo a Dios que el amo apareciera.
La luna llena iluminaba los caminos que conducían a aquella casa, ahora llenos de maleza apenas apartada por manos inexpertas. Se veían muy a los lejos algunos caminantes, que aprovechaban la luz nocturna para alejarse de ese horror. Y por ese camino vio Oryza acercarse a alguien que caminaba penosamente con rumbo a la casa. Intentó reconocerlo: sí era Robert Woodrow, que apenas sí podía andar. Caía y se volvía a levantar.
El negro avisó a su ama. ¿No se estaba equivocando? Ella salió a ver. ¡No! ¡no era una equivocación! Ahí venía Robert caminando lentamente, muy lentamente. Pero volvió a caer…
Oryza fue entonces corriendo rápidamente con pasos firmes y fuertes, marcando el paso de otra manera, balanceando los brazos como si en ese balanceo quisiera abarcar todo el camino. Y ahora, queriendo que su amo lo viera y lo oyera, lanzó una sonora carcajada y aventó su sombrero al aire al tiempo que saltaba de puro gusto.
Ése era Oryza.

* Nombre científico del Arroz tipo africano
** Se llama Tarjeta de Visita a las fotografías que en la época se tomaban y que de hecho se montaban en una base de cartón a modo de marco, y que hacían que parecieran tarjetas

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