Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






sábado, 8 de marzo de 2008

TEMPLO

Ahora ya estaba ahí Humberto. Solo. En penumbra. Únicamente lo iluminaba la tenue luz de la lámpara que indicaba el lugar del Santísimo: el Sagrario. Débil, la lamparilla lanzaba destellos de luz que a momentos alargaban las sombras de un nicho aledaño, el de la Virgen de La Soledad y cuyos goznes de plata Humberto había ido a arreglar.
Humberto, buen mozo, de unos 22 años, aprendiz de platero en uno de los más importantes gremios de la Nueva España, había quedado encerrado en ese templo por una distracción.
Ya había gritado y fue en vano. Ya había golpeado fuertemente las puertas, y nada. Ya se había subido al coro para asomarse por una ventana y ni siquiera le habían escuchado. Incluso, ya se había subido detrás del altar por el andamio levantado justo para afianzar el retablo mayor, y así asomarse a otra ventana ¡y nada! Sólo le quedaba esperar a que amaneciera. Esto es, sólo le quedaba pasar ahí la noche. En ese templo.
De primera intención se rebeló ante la sola idea; por eso sus intentos de salir de ahí. Luego, ya cansado de tanto llamar, se resignó y buscó el modo de pasarla lo menos incómodo posible. Los grandes sitiales para los oficiantes le parecieron un buen lugar para dormir. Al menos eran más cómodos que el viejo colchón de paja donde cada noche descansaba, ahí, en un cuarto de servicio, en la casa del maestro platero donde servía y aprendía el oficio.
Intentó conciliar el sueño sin lograrlo. Y se puso a pensar qué era lo que lo había llevado hasta ahí.
Recordó que en su lejano pueblo, en Chimalistac, a un lado de Coyoacán, estaba la pequeña capilla, que hacía las veces de templo en las fiestas del lugar, se paraba junto a un retablo y soñaba construir él uno, para la Virgen de La Soledad, y además, ornar a la Santa Madre de Dios, tan doliente, tan triste, tan abandonada con un resplandor todo hecho de plata con pequeñas piedras que relucieran con las llamas de los cirios del Viernes Santo. Y además, pensaba en ponerle unas lágrimas, de cristal, ¡se vería hermosa! Recordó su vagabundear por la grandiosa capital de la Nueva España. Recordó su hambre, su frío, y la protección que un par de templos franciscanos le proporcionaron en esas tardes lluviosas hasta que llegó a las puertas del taller de Don Baltasar López y Mancera, insigne platero, prominente español, caritativo hombre que no sólo le dio trabajo sino también comida y un sitio donde dormir. Recordó sus afanes por servir a tan importante señor. Y sus primeras entradas al taller. Y luego, sus primeras idas al Templo de La Profesa como cargador para el arreglo de uno de los nichos. Recordó los templos, chicos y grandes a los que había entrado, siempre trabajando, y con un profundo respeto por los sagrados lugares.
Y así concilió el sueño. Pero no por mucho tiempo.
Se despertó por un ruido, el de un abrir de puertas. Y también por una luz. Se levantó rápidamente y corrió al lugar. Lo que ahí vio fue impactante.

Cuando el sacristán fue a abrir la puerta del templo a la primera llamada de la misa dominical su estupor fue grande. Algo le impedía entornar una de las hojas del gran portón de roble. Tuvo que llamar a uno de sus hermanos para que le ayudara, pues parecía que tuviera un bulto ahí atravesado. Al fin lograron abrir y encontraron el cuerpo sin vida del joven Humberto. A su lado, sus implementos de trabajo: pequeños martillos, pinzas, algunos cinceles, agujas, hojas y láminas de plata, goma para pegar, lijas y trapos para pulir… y la estatua de la Virgen de La Soledad a su lado, con un nuevo y hermoso resplandor cincelado en el noble metal, y dos lágrimas de cristal refulgentes en su mejilla derecha.
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A la fecha nadie sabe cómo llegó ahí la estatua de la Virgen. Ésta pesa más de cincuenta kilos y mide cerca de dos metros. Es de madera maciza con pies, manos y cara de porcelana. Sus ojos son de vidrio especialmente elaborados para ella. Sus cabellos, naturales, miden más de un metro de largo. Y su ropaje, todo negro en terciopelo y satín con bordados en hilos de oro se enmarca con una hermosa mantilla traída especialmente de Sevilla por la Virreina, esposa del Marqués de Gelves.
La Virgen de La Soledad que te describo tiene que ser bajada de su nicho de plata, al que protegen dos puertas hermosamente labradas, de más de cuatro metros de altura, con un andamio especial, trabajo que hacen cuatro o seis hombres solamente en Semana Santa.

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