Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






jueves, 13 de marzo de 2008

MOSCA

Horacio Quiroga nació el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay.
En 1897 hace sus primeras colaboraciones en medios periodísticos y tres años después viaja a París. Su existencia ofrece una perspectiva accidentada. En rigor, semeja un personaje más, elemental, rudo, dramático, de sus propios cuentos. Un viento trágico parece mover la rueda de su destino: su padre muere imprevistamente, durante una excursión familiar, al disparársele una escopeta de caza. Su hermano mayor muere también víctima de otro accidente. Años después, su padrastro, quien había quedado paralítico, amartillando una escopeta con los dedos de su único pie hábil y apoyándola en su rostro, hace funcionar los gatillos. Cuando Quiroga tenía 22 años mata accidentalmente, con una pistola que revisaba, a su amigo Federico Ferrando. Se muda entonces a Buenos Aires, Argentina.
En 1903 trabaja como profesor de castellano y acompaña, como fotógrafo, a Leopoldo Lugones en una expedición a la provincia de Misiones. En 1906 publica su relato "Los Perseguidos", un adelanto de lo que después se conocería como literatura psicológica.
En 1909 se casa con Ana María Cirés y se van a vivir a la selva, a San Ignacio. Es nombrado juez de Paz y unos años después, su esposa, afectada por disgustos familiares y enloquecida por la soledad de la selva donde vivían, se suicida. Quiroga regresó a Buenos Aires en 1916.
En 1917 publica "Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte" y en 1919, "Cuentos de la Selva", libro escrito para sus hijos.
En 1927 vuelve a casarse y en 1936 su mujer lo deja y vuelve a Buenos Aires.
El 19 de febrero de 1937, aparece muerto por ingestión de cianuro poco después de enterarse que sufría de cáncer gástrico.


Pequeña Nota: Transcribo sólo una parte del cuento "Las Moscas". Los puntos suspensivos son míos. El texto íntegro puede leerse en cualquier Antología de este gran escritor.


LAS MOSCAS
(Réplica de HOMBRE MUERTO)
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo…
Esto era el invierno pasado… el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo también la columna vertebral rota. He caído allí mismo , después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado –quebrado, mejor dicho— contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo –el zumbido de la lesión medular— que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que, a ras del suelo, mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez...
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas la otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
Pero ¿cuándo?...
Nadie se acerca a este rozado; ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
……………………
…tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad.
…………………….
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes…
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reir, pues siguen mi pensamiento.
─Entonces —dice uno de aquéllos─ no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
─ ¿Moscas?...
─Sí ─responde─; moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa, mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es él el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entren, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita, que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital?... Súbitamente el cuartito blanqueado, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación: ¡las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito del fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado…, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón…
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí, como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora… Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.



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3 comentarios:

Luna mujer dijo...

Holaaaaaaaaaaaaaa

Que buen texto, desde hoy procurare en cuanto vea una mosca verde alejarme de ella no sea que anden buscando mi cuerpecito como carne a punto de morir ay nanitaaaaa que mello.

Saludos :)

rolando dijo...

Hermoso texto, ya tenia tiempo de que no leia algo asi!

saludos......

Al6665 dijo...

Horacio Quiroga es de los consentidos en mi biblioteca, principalmente por "Cuentos de amor de locura y de muerte" que no se si es mi imaginación pero me recuerdan a Poe y Lovecraft (otros favoritos míos)

Saludos!!