Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






viernes, 24 de octubre de 2008

TRAVESURAS DEL AMOR

A la muerte de una tía, pasadas las exequias, los rosarios e incluso la "levantada de la cruz", hubo necesidad de ir a limpiar su casa.
Ella era soltera, así que ni hijos ni marido hicieron ese trabajo.
Lo hicimos nosotros.
Había que hacerlo.
La casa donde vivía, en Uruapan, era de esas construcciones viejas: muros anchos, paredes muy altas de adobe, ventanas de madera que son cubiertas por cortinas tejidas a mano y a veces bordadas con hilos "del 100"

El patio, lleno de macetas con malvones de todos colores y helechos que se caen de verdes y frondosos, reparte a todas las habitaciones: anchas, espaciosas y en general frías; con pisos todavía pintados de rojo y amarillo y muros de donde cuelgan los recuerdos familiares.
Eso es lo que sabíamos que encontraríamos en casa de la tía.
Llegamos a su recámara, a la que ilumina siempre el sol oriente. La cama de latón, bellísimamente pulida lucía todavía una colcha tejida a mano en hilo grueso blanco. Sobre ella los almohadones de pluma que la tía se había negado a cambiar por unos nuevos y que lavaba devotamente no sé cada cuándo, pero que eran suaves, suaves. Esos almohadones se encontraban cubiertos de fundas hechas por la tía, que hacían juego con su colcha con una puntilla que podría estar en cualquier museo de artes populares. Además , encima, estaban sus cojines: cuadrados, redondos, uno en forma ovalada que a mi me gustaba mucho y que le pedía me regalara. Siempre se negó a hacerlo. No sé si ahora lo pudiera yo tomar...
Fuimos a su ropero. Con dos enormes lunas, no sabíamos cómo un mueble tan grande podía aún tenerse en pie. La llave para abrirlo, colgaba de una de las asideras. La introdujimos en la chapa, muy respetuosamente, como que pidiendo permiso, como que considerando que íbamos a violar más de un secreto y diciéndonos, sin hablar, que no teníamos derecho a hacer lo que íbamos a hacer: a sacar las cosas.
Al fin lo hicimos.
Las puertas al abrirse, dejaron salir un hermoso olor a rosas que a mi me recordó a la tía. Y que me trajo a la mente unas pláticas con ella: al tiempo que abría un pequeño cofre de madera y sacaba aretes, o pulseras, o unos anillitos, me contaba una y otra vez quién se los había dado, por qué, cuándo. Ella no se cansaba de contar las mismas historias; yo no me cansaba de oirlas y de preguntar siempre lo mismo esperando obtener nuevas respuestas que ella, sabiamente, nunca daba. Y hasta abajo de ese cofrecillo, unas cartas atadas con un listón, que ella, jamás me permitió siquiera tocar.
Empezamos a descolgar la ropa: vestidos, faldas, blusas, un par de abrigos. Todos con una historia que narrar y los fuimos poniendo en cajas. Yo, cada uno lo veía por última vez.
¿Su destino?: el asilo de ancianos.
Luego sacamos los zapatos, las medias, la ropa interior, las mascadas, los lienzos blancos de algodón y los pañuelos. Ésos, decidi no regalarlos. Ésos sí me los quedé yo y le dije a mi tía, mentalmente, que eran para mi, especialmente el que tenía un encaje hecho de aguja y unas rositas de rococó.
También sacamos dos frascos de perfumes a medio terminar. Otros dos frascos vacíos, cremas, talcos; peines, peinetas, cepillos, dos espejos. Todo iba a dar a las cajas cuidadosamente acomodado. Hasta que llegamos a un cajón cerrado con llave.
Buscamos la llave, debía ser pequeña. No estaba.
A mi se me ocurrió que podía estar en el cofrecillo. Pero ¿cómo meter mano ahí? Eso sí sería una verdadera profanación.
Yo no me atrevía.
Mi primo sí lo hizo. Metió la mano y la encontró. Él mismo introdujo la llave en la pequeña cerradura y abrió el cajón.
Dentro, encontramos una copia del cuadro que aquí ves: pintado en un lienzo al óleo, estaba doblado en cuatro. Lo desdoblamos y empezó la pintura partida a caerse
¡Qué pena!
Era una buena réplica (el original, de gran formato, está en un museo de la Ciudad de México). Esta copia, en un pequeño formato, de unos cuarenta centímetros, estaba muy cuidadosamente realizada. Vimos por un momento la pintura y deploramos que estuviese doblada. Y empezamos a pensar que quizá la tuviéramos que mandar con un restaurador, a ver qué podía hacer y luego enmarcarla y llevarla a casa y ponerla en el estudio.
Revisándola, vimos que en la parte de atrás había una dedicatoria, escrita con cuidada caligrafía:
"Rebeca: con todo respeto dedico a usted este pequeño homenaje a su virtud y belleza. Acéptelo como prueba de mi ferviente admiración por usted. Manuel Ocaranza"


¡Ah!, si quieres saber quién era Rebeca, te diré que era la abuela de mi tía.






Ellos, te pueden contar algo más:
http://www.alecuijedrama.blogspot.com/
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Nota: Manuel Ocaranza, pintor michoacano, nacido en Uruapan(1841) y muerto prematuramente(Cd. México, 1882), fue un pintor costumbrista, académico, del siglo XIX

2 comentarios:

Tu Gitana dijo...

aahhh que emocionante, que romántico, que bonito tu post. Siento lo de tu tia, lo bueno que puedes conservar algo de ella y disfrutar de un descubrimiento. saludos!!!

Efra dijo...

a final de cuentas, sólo fue una travesura, y de las buenas.