Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






miércoles, 29 de julio de 2009

¡ESO QUÉ!

─ Lichita... ¿puedo hablar con usted?
Y me acerqué, temeroso, de que me dijera que no.
Soy un hombre, aquí lo reconozco, débil de carácter, fácilmente manipulable, y que ante cualquier amenaza a mi espacio laboral o personal me achicopalo fácilmente. Ésa es la causa por la cual no tengo pareja actualmente. Mi esposa y dos hijos me dejaron; se fueron a buscar otras fortalezas, otras seguridades. Bueno, eso dijeron...
Lichita, mi jefa, volteó a verme con esa cara que siempre pone cuando alguien llega y la interrumpe en su trabajo: ceño fruncido, ojos retadores, ni una sonrisa.
─ Sí. Pero sea breve, Agustín, que tengo mucho trabajo. Y ya sabe, no me gusta que me interrumpan cuando estoy haciendo esto, porque me desconcentran. ¡Ya lo sabe! Bueno. Pues ya le estoy poniendo atención. ¿Qué se le ofrece? No tengo mucho tiempo, ya se lo dije. En un rato más llega el Ingeniero y ya sabe usted cómo es. ¡Uf, y yo sin terminar esto!... A ver, a ver... ¿me decía?
─ Lichita, es que...
─ Es que ¿qué...? ¿Necesita otro permiso para faltar el fin de semana? No. Ya sabe que no hay más permisos ¡y menos para usted! ¡y menos en esta temporada! ¡tanto trabajo que hay...! ¿terminaron de hacer el inventario en el Área de Materiales? ¡Pues yo creo que no!, porque no me han mandado la información....
─ Lichita, no quiero otro permiso─ me atreví a decir, interrumpiéndola. Y digo "me atreví" porque a Lichita nunca le ha gustado que la interrumpan. Pero esta vez, me había armado de valor para hablar con ella. Era importante que le dijera lo que le iba a decir. Por eso, lo repito, me armé de valor.
─ Bueno, lo escucho─ me dijo, sentándose, pero revisando unos papeles encima de su escritorio. No levantó la vista.
Escritorio de por medio, yo, sin que me lo ofreciera, me senté frente a ella. Pero eso, he de decirlo, me impuso una barrera física que yo no quería tener. Me quedé callado un rato. Movía mis dedos, entrelazándolos uno contra los otros, y a ella, la miraba a la cara.
Recorrí su rostro por enésima vez: el pelo negro, corto, peinado muy descuidadamente, la hacía ver más joven de lo que realmente era. Además, tenía unos pequeños reflejos que se remarcaban con los rayos del sol que penetraban apenas por el ventanal de su oficina a esa hora. Su rostro, blanco, con arrugas alrededor de los ojos, hacían que éstos se vieran ligeramente alargados y subrayaban el color miel de sus pupilas, que ahora, debo decirlo, yo no veía, pero que me sabía muy bien. El cutis terso, bien cuidado, contrastaba con sus labios delgados, sin pintar, pero en los que yo adivinaba una sonrisa leve que a mi, no me mostraba. No sé si a los demás.
─ Lichita, lo que vengo a decirle hoy es algo personal.
Ella, arqueó sus finas cejas, y se me quedó mirando. Sus ojos se clavaron en los míos. Eso fue lo que me dio valor para pararme de la silla donde me había sentado, y levantándola, llevarla justo al lado de ella. Ella, sorprendida, no sé si por mis palabras o por mi actitud se hizo a un lado, y se puso a la defensiva.
─ ¿Algo personal? Agustín, por favor, estamos en una empresa, en horas de trabajo. No veo por qué se acerca usted a mi para hablar ¡de cuestiones personales! Para eso está el Departamento de Personal. Para eso está el Licenciado Ortega. Vaya y trate sus asuntos personales con él.
─ Pero es que necesito que usted escuche lo que le voy a decir
─ ¿Usted a mi?
─ Sí.
─ Está bien. Pero le advierto algo: yo no remediaré, estoy segura, su asunto personal. Lo escucharé haciendo una excepción. Por que ya lo sabe usted bien, los asuntos personales se tratan en otro departamento. Sinceramente, Agustín, lo que me diga... mmmhhh...
─ Está bien. Con que me escuche, basta. Lichita, quiero habarle de un sentimiento que tengo...
─ ¿Un sentimiento? Por favor, Agustín, a mi ¡eso qué...!
─ ...la amo, Lichita

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