Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






miércoles, 22 de julio de 2009

¿REALMENTE PASÓ?

Oía con mucha atención a Bach. La Tocata y Fuga.
No sólo la oía. La sentía también. La disfrutaba.
Había llegado a buena hora a la Catedral y había elegido un buen lugar desde donde podría escuchar el concierto, esta vez gratuito, de uno de los mejores organistas del mundo.
El lugar se encontraba repleto. Y pensó "ya quisiera el Arzobispo esta concurrencia para la misa de 12" y sonrió.
Las notas arrancadas con entusiasmo del órgano catedralicio, recién restaurado, sonaban espléndidamente y las luces tenues, bajadas a propósito para esa presentación, hicieron más dramáticos los acordes.
La concurrencia, se sentía, vibraba. Era verdaderamente una excelente interpretación.
Raimundo se sintió transportado. Cerró los ojos para imaginar mejor. La música lo iba envolviendo poco a poco. Él, simplemente, se dejaba llevar.
De pronto, silencio. Largo. No ése que va entre pieza y pieza. Sino que éste fue más largo. Tanto, que tuvo que abrir los ojos, para saber qué pasaba.
Quedó perplejo con lo que vió. No logró reconocer el lugar. Pero aún así, no se movió de su sitio.
Se miró a sí mismo y la silla en que se había sentado.
No se reconoció.
No vestía igual. Y estaba sentado en un sillón de hermosos brazos de madera tallada, tapizado en un tela desgastada, más bien marrón.
Estaba solo. La habitación, en penumbras, no dejaba ver algo que él reconociera.
¿Cómo había llegado ahí?
Sintió miedo y volvió a preguntarse ¿cómo había llegado ahí?
Oyó una puerta abriéndose y entró alguien iluminando la estancia con una candelero de varias luces. El hombre sonreía amablemente y se acercó a Raimundo haciendo una reverencia y anunciándole que en un momento más "el Señor estaría con él, que le disculpara la tardanza, pero había tenido un contratiempo, pero que en seguida le atendería; que le ofrecía sus disculpas".
Raimundo quiso hablar. Preguntar en dónde estaba, pero el hombre diligentemente volteó, puso el candelero en una mesa y salió tan rápidamente como había entrado. Eso sí, no sin antes hacer un leve movimiento de cabeza y decir "con su permiso".
Raimunto volvió a quedar solo mirando a su alrededor.
Se puso de pie y empezó a recorrer la habitación donde estaba. A lo lejos, oía tocar el órgano, con maestría. Él, que era un aficionado, sí alcanzaba a percibir la buena ejecución. Y ésa, que ahora escuchaba, era una buena ejecución. Terminada la pieza, pasó un momento, y la volvió a escuchar, ahora con ligeras variantes. Era el mismo tema, no había duda, pero con otros adornos, con otros armónicos. El ejecutante se detenía, y retomaba el tema original y le hacía variaciones. Raimundo se sentía muy a gusto escuchando a lo lejos la ejecución al tiempo que miraba su entorno. Y de pronto, ahí, junto al candelero, encontró una partitura. La tomó e intentó leerla. Desgraciadamente no sabía música, pero la belleza de las notas escritas, su alineación, su paralelismo en el pentagrama, sus subidas y bajadas le impresionaron. Sonrió levemente deseando saber leer lo que sus ojos veían.
La partitura se componía de varias páginas. Él las recorrió todas y las dejó nuevamente en su lugar. La música seguía sonando allá lejos. Raimundo pensó en ir y buscar al ejecutante y sentarse silenciosamente junto a él y sólo escucharlo y felicitarlo cuando terminara.
Instintivamente, sin saber por qué, metió la mano en su bolsillo derecho y sintió un papel. Lo sacó. Empezó a leer: "... 9 de julio de 2009, a las 20 horas, en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México..."
─ ¡Señor! ¡señor! ¡despierte!
─ ¿Eh? ¿qué pasó? ¿dónde estoy?
─ En la Catedral ¿en dónde más? Ya terminó el concierto y vamos a cerrar ¡se quedó usted dormido!

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