Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






jueves, 11 de octubre de 2007

LLUVIA

El cielo amenazaba lluvia: las nubes se habían cargado a un solo lado del firmamento y se iban poniendo grises. El viento soplaba fuerte juntándolas cada vez más. No tardaría en llover.
La gente caminaba apresurada. Presentía el mal tiempo. Lo respiraba. Lo importante era llegar a tomar el transporte. Lo importante era llegar a casa. Sentirse seguro ahí.
Yo los miraba a través del ventanal. Vivía en esa época en una de las principales avenidas de la ciudad, en una casona porfiriana convertida en departamentos. El ventanal daba justamente a la gran avenida. Lo había elegido así. Por ello pagaba yo un sobreprecio, pero valía la pena porque no sólo recibía yo el sol durante todo el día, sino que podía ver y oir todo lo que pasaba en la calle.
Esa tarde no había yo tenido trabajo y, en lugar de hablarle a mi amiga Marcela y tomarme con ella un café y tener una buena charla, decidí quedarme en casa a arreglar mis libros. Eso estaba haciendo cuando un trueno me sacó de mi quehacer y me asomé, y ví el cielo.
El azul claro contrastaba espectacularmente con las nubes cada vez más grises, cada vez más cargadas. Ya se podía oler la humedad. Seguramente el cielo había empezado a descargar su equipaje líquido muy cerca de ahí. En menos de lo que platico, el cielo se nubló totalmente y empezaron las primeras gotas: gruesas, espaciadas, haciendo ruido. El pavimento se llenó de manchas de agua, que casi se secaban en forma instantánea por lo caliente que había quedado el suelo en aquella calurosa tarde de verano de ese día.
La gente empezó a correr, intentando resguardarse en los pocos techos y marquesinas disponibles. Demasiado tarde. La cortina de agua se vino de pronto. Tupida, recia, opaca y fría. Casi no se veía a más de un metro. ¡Qué aguacero! Los riachuelos de agua corriendo por la banqueta y el arroyo vehicular se formaron casi de inmediato y se conviertiron en verdaderos ríos que arrastraban sin piedad las hojas caídas de los árboles, los papeles tirados y la poca basura que por ahí se había juntado.
Yo pegué más mi cara al ventanal y poco a poco fui viendo cosas, no lejanas, sino bien cerca de mi. El aguacero amainó y se convirtió en lluvia, densa, pero persistente. Ahora, los riachuelos se formaban en los vidrios del ventanal. Se retorcían formando caprichosas figuras que iniciaban solas el camino y que, conforme iban bajando por esa pulimentada superficie, se juntaban con otras, hasta llegar al pretil y tomaban nuevo camino, ahora horizontal, para terminar escurriéndose en el extremo y cayendo de manera estrepitosa a la banqueta. Yo las veía y con mi dedo seguía su camino e intentaba trazar uno nuevo invitando al agua a seguirlo sin que ella me hiciera caso.
Y en ese momento llegaste tú, a mi mente. Y tuve el deseo de que estuvieras ahí, conmigo. Y recordé que tú y yo nos conocimos en una tarde de lluvia.
Pero también recordé otras cosas.
Y de pronto, la lluvia, lentamente, llegó a mis ojos.




Otros escriben sobre el mismo tema:

4 comentarios:

rolando dijo...

Hola que tal Profesora de "Historia Y Geografia" en verdad que estos dias han estado un poco locos, ya no se puede confiar ni en el tiempo.. he estado por aqui visitandola cada que me sobra tiempesito,pero hasta ahora va mi primer comentario, de igual manera le envio un correo con mi blog bueno bye cuidese haa!! me gusta un buen su clase de Geografia

Orizschna dijo...

Hermoso texto, muy muy lindo.
Saludos

Juan Carlos dijo...

La lluvia mimetiza las lágrimas, eso lo he visto yo.
Hermoso el cuento, después de leerlo me asomé por la ventana para ver si llovía realmente.

Al6665 dijo...

changos!! se me revolvió algo muy adentro...

aun así me encanto!!