Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






domingo, 10 de febrero de 2008

SAN JUAN BAUTISTA, COYOACÁN

Anabel y yo decidimos ir a Coyoacán y oir misa en San Juan Bautista. Ya tenía un buen tiempo que no íbamos para allá. Además, la tarde estaba enfriando y pensamos, que saliendo del oficio, podríamos tomar chocolate en algún cafetín del lugar.
Llegamos y ¡oh sorpresa! no había luz.
Sólo la calle estaba iluminada. Ninguno de los comercios o las casas tenían luz y se iluminaban sólo con velas. Pero eso sí, la gente no dejaba de deambular.
¿Entramos a misa o nos regresamos?
Ya estábamos ahí y decidimos entrar.
El templo, que ves en esta imagen, muy tenuemente iluminado por luz de velas era imponente. Sobrecogía.
Su altar y el retablo principal, del que sobresale un pequeño baldaquino con sus columnas doradas y que relucían con el fulgor de las velas. Parecía que el oro lanzara destellos cada vez que las flamas de las velas de cuatro altísimos candelabros se movían levemente con el aire que pudiera andar por ahí.
Los techos, en forma de pañuelo, apenas dejaban ver las imágenes sagradas pintadas en ellos. Las pechinas, difícilmente se vislumbraban. Las dos columnas corintias que enmarcan el inicio del altar aventaban sus sombras alargadas al muro sur del templo, que se veía iluminado con un par de cirios, como de 30 centímetros de diámetro cada uno.
San Juan Bautista es un templo franciscano muy grande, es por ello que aunque le pusieran velas y más velas, difícilmente se le iluminaba.
Decidimos irnos hasta la primera banca, bien hasta adelante, para poder oir lo que dijera el sacerdote oficiante. Y caminamos por el pasillo central, obscuro y ancho, y comentábamos nuestras sensaciones.
Ya sentadas en la primera banca, nos imaginamos lo que serían las misas en la época virreinal, o en el siglo XIX, cuando todavía no había luz eléctrica. Comentábamos las horas en que deberían decir las misas para aprovechar la luz diurna, o aún hacer los oficios o las devociones sin necesidad de encender aquellos grandes candelabros que tienen todas la iglesias de la época (y que ahora están llenos de focos).
Iniciado el oficio, el sacerdote se esforzaba en subir la voz a fin de ser escuchado. Pronto le acercaron un altoparlante. Fue mejor para él y para nosotros.
La misa fue hoy distinta, lo debo confesar. No por las lecturas (que siempre son distintas), sino por el ambiente que había en este templo.
Valió la pena la experiencia.

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