Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






jueves, 24 de enero de 2008

ECONOMIA

─ ...treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, ¡cuarenta! ¡Son cuarenta doblones de oro! Más los que tengo en el cofre.... Mmmhh... Creo que ya ajusto para lo que necesito. Además si a eso le agrego los aretes de esmeraldas, las perlas y las cuentas de plata.... ¡ya lo tengo!
Salió de forma presurosa Don Juan Francisco de su casa luego de haber guardado celosamente su pequeño tesoro. Muchos meses había pasado juntándolo y, al fin, podría comprar lo que quería. Ahora, sólo faltaba que aquéllo estuviera disponible. Aunque el comerciante judío le había dicho que se lo guardaría, siempre y cuando regresara en un cierto tiempo. Él, Don Juan Francisco, estaba cumpliendo el plazo.
Caminó por las concurridas calles de la ciudad. Llevaba prisa, pero no dejaba de saludar a aquéllos con quien se cruzaba.
Lo hacía por conservar el lugar preeminente que tenía en esa ciudad: era uno de los principales comerciantes de la comarca. El vidrio era su especialidad.
Y muchos lo buscaban porque no sólo conseguía algunos bloques para las ventanas (que era la última novedad, principalmente entre las clases pudientes puesto que esos pequeños y delgados bloques insertados entre rejillas de madera permitían el paso de la luz del sol, a las habitaciones, además de calentarlas y evitar de esa manera cerrar y oscurecer los cuartos). También tenía frascos, grandes y pequeños, que tanto alquimistas y perfumeros buscaban con afán. Y surtía, bajo pedido, lentes cóncavos y convexos que puestos de manera específica permitían construir telescopios y ver las manchas de la Luna como si se tuvieran a la mano; o construir microscopios que revelaban la presencia de seres tan pequeños que la vista y la imaginación nunca hubieran pensado. Por supuesto que también había logrado traer del Oriente Lejano uno vidrios de colores, pequeños, que insertados en unos tubos que a su vez tenían tres espejos y eran cubiertos con una pequeñita tapa con un agujerito en el centro y por donde se veía hacia adentro enfocando la parte contraria a la luz del sol y se movían circularmente, formaban hermosísimas figuras geométricas, caprichosas, que encantaban no sólo a los niños, sino que muchas damas de alcurnia tenían como diversión en sus reuniones. A esos "juguetitos" les llamaban caleidoscopios.
Don Juan Francisco tenía prisa. Saludaba sin pararse. Sonreía a algunos. A los más sólo contestaba entre dientes. No se quería detener, aunque un par de señores casi lo alcanzaron y se pararon a platicar con él por un momento. Les habían dicho que de vidrio se hacían unas cuentas de colores para adornos en los cuellos de los nobles y que no salían tan caras como los rubíes o las amatistas, pero que adornaban igual. Don Juan Francisco ya conocía dichas cuentas y las había encargado para ofrecerlas inicialmente al Duque de Cisneros y después a los demás que las pudieran pagar.
Pero Don Juan Francisco se exasperaba. Tenía que irse, pero también no podía desairar a tan importantes señores. Fue paciente un momento, pero inventando un pretexto, pudo irse salvando airosamente la situación.
Al fin llegó a la casa de Isaac Birch . Tocó el portón y un criado le abrió. Lo anunció y fue recibido por la señora Raquel, esposa del judío. La mujer, llorosa, escuchó a Don Juan Francisco. Él sólo hablaba y pedía ver a Isaac. Ella no contestaba. Cuando Don Juan Francisco terminó de hablar explicándole el motivo de su visita, ella sólo le dijo que su esposo había muerto la noche anterior.
Don Juan Francisco, muy sorprendido, dio su pésame. Y volvió sobre su asunto.
Raquel lloraba silenciosamente. Y lo único que pudo contestar era que no conocía lo solicitado, o sea, lo que Isaac iba a vender. Pero ofreció buscarlo. Claro, cuando terminaran los ritos funerarios.
Ya en su casa Don Juan Francisco volvió a sacar su pequeño caudal y pensó en todo lo que había hecho para juntarlo: las economías hechas para juntar lo más posible en el menos tiempo, lo negado a su familia, lo negado a sí mismo.
Contó nuevamente. Sus finos dedos apilaban monedas, abrían cajitas, tomaban incluso unos hilos de oro que había pensado ofrecer como una adición al precio pactado.
Realizados lo ritos funerarios y pasados los días de luto Don Juan Francisco se presentó nuevamente en casa del judío. Raquel lo recibió y mostró la pequeña bolsa de gamuza que había encontrado. Ésta tenía un pequeño papel atado muy burdamente y que decía el nombre de "Juan Francisco" y tenía anotada una cantidad. Supuso Raquel que era el precio pactado. Esto fue visto por Don Juan Francisco quien abrió con sorpresa sus ojos y lanzó un "¡oh!" de incredulidad: ¡la cantidad era muy grande! Hizo mentalmente sus cuentas y pensó en conseguir un poco más. Pidió a Raquel que le diera un par de días para volver con el dinero.
Y ahí estaba el hombre, nuevamente, recontando sus monedas, sacando las cuentas, sumando los posibles valores. Sus dedos iban y venía ansiosamente sobre el pequeño caudal. Sacó, con cierta resignación dos hermosísimos cofrecitos circulares de oro con tapas de vidrio biselado y las tasó ¡no alcanzaba! Pidió a su esposa las arras dadas en el matrimonio prometiendo reponerlas con creces. Y tuvo que quitarse la argolla de su dedo índice derecho para aumentar el caudal.
Con todo lo reunido fue con Raquel. Lo entregó. Ella a su vez dió la bolsita de gamuza muy contenta de recibir tan cuantiosa fortuna, al menos para ella, y de manera tan rápida. Y le avisó a Don Juan Francisco que saldría de la ciudad, abandonándola para siempre para regresar con su familia que ya la esperaba en la lejana isla de Chipre. El mismo Don Juan Francisco ayudó a Raquel a subir al coche que la llevaría al puerto para embarcarse.
Don Juan Francisco fue rápidamente a su casa con su pequeño tesoro, ¡con su gran tesoro! Tenía ganas de abrirlo en el camino, pero su valor le hizo suponer que podría ser asaltado por cualquiera de los vagabundos o truhanes que deambulaban por la ciudad. No, lo mejor sería llegar a casa.
Ya en su gabinete de trabajo, encerrado con llave, sintió nuevamente, por enésima vez, el contenido. Abrió la bolsa de gamuza ansiosamente. Ahí estaba lo comprado. Ahí estaba lo conseguido con tanto trabajo, con tantas ansiedades, incluso con algunos decaímientos físicos y económicos. El consideraba que todo había valido la pena. Ahí estaba la Piedra Filosofal*. Al fin era de él.
La sacó y ¿qué vió? ¡Un pedazo de metal rojo, informe! que a lo más, pesaría media libra**
Hurgó en la bolsa, intentando encontrar algo más. ¡Nada!
No. Ahí sintió un papelito. Lo sacó y lo leyó con ayuda de uno de su lentes de aumento. Sólo decía que había que mezclar eso en un "Ambiente Seco".
Don Juan Francisco pensó que ya tenía lo que quería. Ahora sólo le quedaba volver a trabajar para conseguir lo que le faltaba: el "Ambiente Seco".

*La Piedra Filosofal es una sustancia que según los creyentes en la alquimia tendría propiedades extraordinarias, como la capacidad de trasmutar los metales vulgares en oro; existen dos tipos de piedra: la roja, capaz de transmutar metales innobles en oro y la blanca, cuyo uso transforma dichos metales innobles en plata. La Piedra Filosofal es una metáfora del Amor: todo lo que el Amor toca se convierte en Oro, con mayúsculas, que es una metáfora de la Felicidad. La Piedra Filosofal, o elixir de la vida era algo ansiosamente buscado y codiciado porque se le suponían virtudes maravillosas, no sólo la de conseguir el oro sino la de curar algunas enfermedades y otorgar la inmortalidad. Los alquimistas, además de buscar con fruición el elixir de la vida, buscaban también un remedio que se pudiera preparar en el laboratorio, capaz de curar todas las enfermedades. La leyenda "oficial" de la Piedra Filosofal es mucho más oscura de lo que aparenta, ya que se dice que la persona que la posee, puede transmutar todo tipo de objetos en oro, pero su uso constante hace que de a poco la persona que la use vaya, casi sin advertirlo, convirtiéndose en oro, esto seria un castigo al abuso de los poderes de la piedra, y a la codicia de la persona... Por otra parte se afirma que el "lapis philosophorum" era simple y llanamente el conocimiento, esto podría explicar también la parte de "filosofal" y lo que se buscaba era realmente la ciencia pura.
** Medidas utilizadas en la España de los Reyes Católicos: Arroba castellana: equivalente a unos 11,5 kilogramos y dividida en 25 libras. Libra: equivalente a unos 460 gramos (11,5kg / 25), dividida en cuatro cuarterones y, por tanto, en 16 onzas. Onza: equivalente a unos 29 gramos, se divide en 16 adarmes

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3 comentarios:

Itaka dijo...

Tus mascotas no me dejan ver lo publicado.... No tengo opinión sobre la entrada... :(

rolando dijo...

Me gusto la historia..Economia es lo que kiero estudiar. je

saludos ... y suerte

Al6665 dijo...

Muy buena historia, hace rato que no se les veía por aquí, ya se extrañaba ese tu estilo.

Saludos!