No me pregunten cómo.El caso es que hice los arreglos y me fui a Paris, al Museo del Louvre, pagué mi entrada y corrí hasta donde estaba el cuadro de la Mona Lisa.
Me paré enfrente de él, lo ví a través de su vidrio blindado e hice, mentalmente, lo que me habían dicho. Fui moviéndome lentamente hacia adelante y llegué tan cerca al vidrio que el guardia que custodia la imagen se acercó a mi y me dijo en francés, obvio, que no podía yo acercarme más. Yo nada más le contesté, en español, que no entendía y él, amablemente, hizo un ademán que interpreté como que me tenía que hacer hacia atrás, retirarme.
A mi me dijeron que si quería obtener lo que quería, no le hiciera caso. Y me quedé ahí, sin moverme
Repitiendo su ademán, me invitó a hacerme para atrás.En ese momento dije la palabra y, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió a mi alrededor: muebles, sonidos, luces, olores. Me quedé parada, ésa era la instrucción y esperé.
Un hombre joven, vestido a la usanza de la Italia renacentista se acercó a mi y me preguntó quién era yo. Yo contesté lo que me habían indicado, y en italiano, por supuesto. Él me llevó a otra habitación y ahí me ofreció asiento y me pidió que esperara. Yo me senté y empecé a mirar todo...
¡Sí, era cierto! Estaba yo en el estudio del pintor autor de ese famoso retrato. Todo lo que había yo hecho para conseguir ese viaje en tiempo y espacio había valido la pena: estudiar italiano, saber hablar sin titubeos, estudiar pintura y técnicas de la época, aprender a no preguntar más de lo necesario (pues se lleva el riesgo de alterar la historia). Todo lo había yo hecho porque algo me intrigaba: No eran lo ojos de esta enigmática mujer, ni su teatralidad en la vestimenta, ni su hermosas manos, o la pose del cuerpo respecto a la cabeza, ni el paisaje, ni siquiera el "sfumatto"; me intrigaba su sonrisa. Y sólo iba yo a preguntar eso: ¿Qué es lo que te hace sonreir?
Todos los arreglos hechos por mucho, mucho tiempo, eran para saber solamente eso. Y ya estaba yo ahí. Ya podría preguntar.
Pude pasar entonces. Ella me miró, pues sabía a que iba, y extendiendo su mano derecha me invitó a acercarme a ella. Me saludó. Yo respondí de la manera como me habían dicho que lo hiciera e hice la pregunta: Puó dirme per ché sorride?
Ella, seria primero y luego, frunciendo la comisura de sus labios, me invitó a acercarme un poco más, tanto, que susurró en mi oído derecho la respuesta.
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Los norteamericanos avanzaron con resolución, haciendo a trechos certeras descargas de rifle sobre los parapetos del bosque donde nuestros escasos soldados respondieron con su fusilería a los gritos de ¡viva México! Al llegar a ellos se trabó su desesperada refriega al arma blanca, mas los defensores fueron arrollados por el impulso de aquella masa superior erizada de bayonetas penetrando al bosque las columnas En estos instantes el general Santa Anna, no obstante el último aviso apremiante de Bravo, se contentó con enviar por todo refuerzo al Castillo, al batallón de San Blas al mando del bizarro teniente coronel Santiago Xicoténcatl.

