Jorge B. debe tener como sesenta años, si no es que
poco menos.
Es alto, como de 1.90. Más bien gordo, no mucho.
Quizá se le carga la gordura en el abdomen.
De cara alargada, blanca, ojos almendrados que
circulan unas pestañas espesas pero que él no deja ver por los lentes que usa y
que muy rara vez se quita. Siempre muy bien rasurado, su barba cerrada permite
suponer que él debió ser el “carita” de sus cuates. Sonríe siempre, mostrando una
dentadura pareja, ligeramente amarilla, según él dice, por el cigarro, que por
cierto nunca deja.
Sus manos grandes, de dedos bien perfilados,
muestran difícilmente su edad.
Jorge siempre viste de mezclilla, con playeras tipo
Polo, e invariablemente suéteres abotonados al frente. Muy de vez en cuando
lleva una chamarra, azul, grandota, que lo hace aparecer más grande de lo que
es.
Y ésta es su característica: su voz. Gruesa,
ahuecada, bien modulada. Difícilmente pudiera uno pensar que cuando canta es un
barítono; yo siempre pensé que era bajo o mínimo tenor dramático. Pero no. Él
mismo me sacó del error cuando platicando sobre matemáticas se puso alegremente
a cantar algo sobre el número Pi. Yo me reí mucho ese día. Él también porque
iba componiendo muy al azar la letra y se acompañaba de su guitarra con algunos
acordes más o menos intensos.
Jorge es músico. Es también matemático. Es profesor.
Lo he oído dar clase: se planta muy altivo frente a
sus alumnos. Maneja muy bien el cuerpo para mostrar los ejercicios en el
pizarrón o para ir corrigiendo los ejercicios que deja y pasearse entre los
alumnos haciendo aclaraciones sobre sus avances. Su voz en clase es clara, con
altibajos que no permiten las distracciones en el momento de la explicación. Y
enfatiza bien aquello que señala e inquiere en ciertos momentos para retomar la
atención que pudiera dispersarse por los juegos de los alumnos preparatorianos
que él tiene a su cargo.
Pues Jorge ha callado su voz de un tiempo para acá.
¿Por qué? Pues porque ahora se parece a sus muy jóvenes alumnos: tiene un iPad.
Y se mete en ella igual que los chamacos. ¡Siempre
está conectado! Ya no hace más que traer este juguete nuevo que se compró y
descubrir nuevas apps y cargarlas, y comunicar sus hallazgos y sonreir frente a
este aparatito plano, que siempre trae en su mano izquierda y que no suelta
para nada. Como que se ha convertido en parte de él.
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