"Prometo", me dije sin mucha convicción, "que ésta es la última llamada que le hago".
Y por enésima vez, marqué su teléfono.
Una, dos, tres, cuatro veces sonó y, estuve a punto de colgar cuando oí su voz que dijo mi nombre saludándome y preguntándome cómo estaba.
Yo contesté que bien, simplemente bien.
"¡Qué tontería!", ahora lo pienso. Contestar de esa manera cuando en realidad sí estaba yo muy enojada porque no me había contestado en otras ocasiones y tampoco se había reportado a mis llamadas. De hecho estaba yo bien, de eso no me quejo. Y también estaba yo enojada con él porque no se reportaba conmigo.
Luego de los saludos de rigor, la plática empezó a fluir lenta pero fácil. Hablamos de política, de los impuestos, de la escuela, de los amigos comunes, del clima... Cuando colgué me quedó esa sensación de que algo me faltaba por hablar. No supe qué, pero algo faltaba.
Pasaron los días, iguales todos, sin mayores cosas. Y una noche, sonó el teléfono y oí su voz
"Oye", me dijo "¿por qué no me has marcado en estos días? He estado esperando tu llamada y no lo has hecho. ¿Cuántos días más voy a esperar?"
Sorprendida no supe qué contestar. Siguieron los reproches. No muy convincentes. Yo sólo le escuchaba. Esperé a que terminara y entonces empecé yo no a dar disculpas, sino a intentar descubrir a través de la plática el por qué de esa actitud. La verdad, es que nunca la encontré. Y debo decir que no hice mucho esfuerzo. Para mí lo importante era que estaba él del otro lado de la línea hablando. Nada más.
Hoy he traído a mi recuerdo esos días porque he pensado que a veces a las personas nos gusta reprocharles a los demás lo que uno mismo hace con ellos. Nada más.
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