No importaba cuál fuera el motivo del festejo, él procuraba llevarlos y preparaba con su esposa, Doña Brígida, el paseo.
Tenían ocho hijos y esperaban el noveno cuando decidieron ir a pasar las fiestas de la Virgen en el lejano pueblo de los abuelos de Don Efrén.
Alistada la camioneta, subido el equipaje, cerrada la casa, emprendieron el viaje por carretera.
Acababa de inaugurar el tramo de la super-carretera el Presidente de la República: amplia, bien trazada, con curvas bien marcadas y no tan pronunciadas, el viaje se le hizo a toda la familia una bendición. Al menos los niños no lloraron tanto y pudieron los más grandecitos mirar con asombro lo que la tecnología y la economía boyante del país hacían por sus habitantes.
Don Efrén alababa a su gobierno. Doña Brígida movía la cabeza asintiendo y pensando que de seguir así el país, sus hijos, todos, tendrían un buen futuro.
Saliendo de la super-carretera en una desviación bien señalizada, empezaron a circular por los viejos "caminos reales", ahora pavimentados, pero mal trazados y tortuosos que se abrían paso entre los sembradíos de maíz y frijol. Algún ganado pastaba por ahí. Y aquí el camino se convirtió en angosto y lleno de hoyos haciendo que la camioneta saltara como si fuera de goma. Los niños se empezaron a impacientar.
Doña Brígida les daba naranjas peladas, algún caramelo hecho en casa o los invitaba a seguir durmiendo. Al menos los tranquilizó por un rato.
Se acercaban al pueblo. Lo supieron porque vieron la primera ermita. Don Efrén se detuvo y bajó a estirar las piernas. Lo mismo hicieron los hijos y Doña Brígida.
Siguiendo a su padre, los más grandecitos entraron con él a la ermita. Toda encalada y con techos rojos, sólo se veía un Santo Cristo al frente y un par de jarrones con flores a medio marchitar. Entraron todos y mirando al Cristo, fueron sorprendidos por una voz, desde afuera:
"¿Qué se les ofrece?" resonó la voz como en un eco. Todos voltearon y ¡qué susto! Delante de ellos estaba un monigote, un horrible monigote que, levantando las manos intentó tomar a uno de los niños. Pedrito, gritanto muy asustado, se lanzó inmediatamente a los brazos de su padre quien lo levantó y sonriendo le dijo que no se asustara.
El monigote empezó a reir, y esa risa, que se intensificaba por el eco que producía la máscara, aumentó el miedo del niño convirtiéndolo en pavor.
El monigote advirtió su error, y con las manos, difícilmente, se quitó la máscara. No era otro más que Julián, uno de los primos de Don Efrén, quien abrazó al recién llegado y "aplastó" en ese abrazo a Pedrito, quien no dejaba de llorar y se aferraba cada vez más a su padre.
Pasada la primera impresión, y riendo a carcajadas, los dos hombres se volvieron a saludar y Don Efrén presentó a los hijos que Julián no conocía. Charlaron alegremente Doña Brígida y Julián a quien ya rodeaban los hijos más grandes del matrimonio. Y le tocaban las manos enormes, los ropajes que en pliegues y pliegues envolvían a ese gran monigote, y le preguntaban cosas que él con una sonrisa, contestaba.
Pedrito fue el único que no se acercó. Se subió a la camioneta y ahí se quedó, mirando al monigote, recelando de él.
Julián se volvió a plantar la máscara y Pedrito comenzó a llorar. Julián se echó a reir nuevamente y se alejó no sin antes apresurar a Don Efrén a llegar al pueblo, donde empezaría una gran procesión en honor a la Virgen en la que verían una sorpresa: ¡más monigotes!
Pedrito oyó eso y siguió llorando.
Todos subieron a la camioneta y siguieron adelante.
Al fin llegaron al pueblo.
Y esto fue lo que vieron:
Los hijos de Don Efrén bajaron rápidamente de la camioneta y se acercaron a ver los monigotes ¡Sí que eran grandes...!
Pedrito se quedó en la camioneta y por más que sus padres hicieron , no quiso bajar.
Lee los "Monigotes" de Itaka, Alonso, Efra, Jenny, Sol, PV, Ixab, Nerak