Cuando terminé de oir las noticias ese jueves, como a eso de las 11:30 de la noche, me quedé inmóvil.
Realmente no sabía yo qué hacer ante el anuncio.Nuestras autoridades de salud estaban decretando en base a quién sabe cuál artículo constitucional, una alerta sanitaria por epidemia del Virus de Influenza Porcina, y por tanto, se estaban suspendiendo las clases en todas las escuelas de la Ciudad de México y del Estado de México desde Preescolar hasta Superior. Dicho de otro modo, el viernes no debíamos ir a la escuela, y deberíamos estar al pendiente de los avisos dados por ellos para volver a clases.
Como alumna que soy inicialmente sonreí porque estaba muy apurada terminando un trabajo que debía entregar, y no acababa yo. Después recapacité y pensé que esto debía ser muy grave como para dar ese anuncio por televisión. Pero luego, pensándole, me dije que debía yo confiar en las autoridades...
El viernes temprano fui a la escuela. Con mi trabajo (a medio hacer, debo confesarlo, y guardado en mi USB), me presenté buscando al maestro. En la puerta, el Director y el Coordinador nos recibieron con una "no se puede pasar, vayanse a sus casas; estén al pendiente de las noticias para que sepan el día que se deben presentar". A todos les decían lo mismo. Y aunque no habíamos muchos, sí me encontré a mis dos amigas del alma, y a tres compañeros, uno de los cuales, Antonio, me trae viendo estrellitas y sintiendo cosquillas en la panza. Yo sé que a él no le soy indiferente, así que cuando nos vimos nos sonreimos de otra manera.
Nos quedamos un rato platicando y ante la insistencia del Director nos retiramos.
¿Qué hacer entonces?
Yo propuse ir a mi casa. Ahí no había nadie y podríamos pasar una mañana cotorreando tranquilos. Todos aceptaron.
Llegando, pensamos en preparar un almuerzo bueno y mientras nosotras nos metíamos a la cocina a ver qué hacíamos, nuestros compañeros fueron a comprar lo que se necesitaba para completar ese almuerzo.
Pasaron las horas alegremente y mis amigas y mis compañeros se fueron.
Todos, menos Antonio.
Yo lo había ya invitado a comer, sin que los demás escucharan y él, simplemente, al oído me había dicho que sí. Sus ojos dijeron más que eso. Yo le correspondí la mirada.
Mis padres no regresan hasta eso de las siete o las ocho. Simplemente ahora me estaban llamando para saber que yo estuviera bien y en casa. Mis dos hermanos se habían ido desde temprano a casa de la abuela cuando mamá los llevó a su escuela y no pudiéndolos dejar, se los encargó a su mamá. Ella, gustosa, los acogió por ese día. Para los siguientes, según me enteré, tendríamos que ponernos de acuerdo para irnos con ella.
Antonio y yo comimos tranquilamente. Oimos las noticias y discutimos sobre las conveniencias e inconveniencias de todo esto. Nos gustó más hablar de lo que nos podría convenir y cómo podríamos aprovechar el tiempo.
Ya a media tarde, y viendo una película, después de haber jugado un poco en el jardín con los perros, nos sentamos a descansar.
Él se sentó muy cerca de mi, más de lo acostumbrado y me miró. Me dijo cosas, muchas, que todavía resuenan en mi mente, y que me hicieron palpitar el corazón. Yo escuchaba y sonreía y devolvía la mirada y procuraba no decir mucho porque, en verdad, quería oirlo. En verdad quería quedarme guardando todo aquello que me decía, todo lo que me rodeaba, su olor, su aliento, su cercanía.
La tele, seguía prendida hablando sola.
Y empezó una conferencia de prensa del Secretario de Salud. Ahí habló de las posibilidades de la influenza y los posibles contagios y dijo que debíamos usar un tapabocas. Yo inmediatamente pensé que en casa, en el botiquín había varios. Por eso no me preocuparía. Eso es lo último que recuerdo...
Porque yo estaba ya en brazos de Antonio. No hablábamos ya.
Fuimos a mi recámara, sin hablar, pero con una ansiedad que crecía a cada momento. Entramos, entornamos la puerta y pasaron varios minutos.
Juntos, estábamos juntos, con nuestras ansiedades haciéndose mayores cada vez y apurando el momento como si éste se nos fuera a ir de las manos. Nos reconocíamos corporalmente, nos hablábamos en secreto, nos sonreíamos, nos cruzábamos las miradas, nos complementábamos cuando, de pronto, una voz abajo dijo
─ Hija, ¡ya llegué! Hoy nos dejó el jefe salir temprano por esto de la contingencia.
Y oímos las llaves caer en la mesita donde siempre las aventamos, y oímos a mi mamá gritarle a los perros, y reir a carcajadas por alguna graciosada de ellos. Y oimos cómo entraba a la cocina, y se servía algo en un vaso y la oímos subir las escaleras, volviendo a gritar
─ Hija ¿ahí estás?
─ Sí, mamá. Aquí en la recámara. Estoy buscando unos tapabocas para ponerme uno y regalarle otro a Antonio.
Mi mamá entró a mi recámara en el momento en que Antonio salía del baño acomodándose el tapabocas. Yo ya tenía el mío puesto.
Te cuento esto porque es la primera vez que usé un tapabocas.
¿Y ellos qué tendrán que decir de su Primera Vez?
2 comentarios:
Orale!!! jaja q chistoso...
jajajajajaja, muy bueno.
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