Dubito, ergo cogito, ergo sum
Descartes






viernes, 21 de junio de 2013

UNA NUEVA EXTENSIÓN


Jorge B. debe tener como sesenta años, si no es que poco menos.
Es alto, como de 1.90. Más bien gordo, no mucho. Quizá se le carga la gordura en el abdomen.
De cara alargada, blanca, ojos almendrados que circulan unas pestañas espesas pero que él no deja ver por los lentes que usa y que muy rara vez se quita. Siempre muy bien rasurado, su barba cerrada permite suponer que él debió ser el “carita” de sus cuates. Sonríe siempre, mostrando una dentadura pareja, ligeramente amarilla, según él dice, por el cigarro, que por cierto nunca deja.
Sus manos grandes, de dedos bien perfilados, muestran difícilmente su edad.
Jorge siempre viste de mezclilla, con playeras tipo Polo, e invariablemente suéteres abotonados al frente. Muy de vez en cuando lleva una chamarra, azul, grandota, que lo hace aparecer más grande de lo que es.
Y ésta es su característica: su voz. Gruesa, ahuecada, bien modulada. Difícilmente pudiera uno pensar que cuando canta es un barítono; yo siempre pensé que era bajo o mínimo tenor dramático. Pero no. Él mismo me sacó del error cuando platicando sobre matemáticas se puso alegremente a cantar algo sobre el número Pi. Yo me reí mucho ese día. Él también porque iba componiendo muy al azar la letra y se acompañaba de su guitarra con algunos acordes más o menos intensos.
Jorge es músico. Es también matemático. Es profesor.
Lo he oído dar clase: se planta muy altivo frente a sus alumnos. Maneja muy bien el cuerpo para mostrar los ejercicios en el pizarrón o para ir corrigiendo los ejercicios que deja y pasearse entre los alumnos haciendo aclaraciones sobre sus avances. Su voz en clase es clara, con altibajos que no permiten las distracciones en el momento de la explicación. Y enfatiza bien aquello que señala e inquiere en ciertos momentos para retomar la atención que pudiera dispersarse por los juegos de los alumnos preparatorianos que él tiene a su cargo.
Pues Jorge ha callado su voz de un tiempo para acá. ¿Por qué? Pues porque ahora se parece a sus muy jóvenes alumnos: tiene un iPad.

Y se mete en ella igual que los chamacos. ¡Siempre está conectado! Ya no hace más que traer este juguete nuevo que se compró y descubrir nuevas apps y cargarlas, y comunicar sus hallazgos y sonreir frente a este aparatito plano, que siempre trae en su mano izquierda y que no suelta para nada. Como que se ha convertido en parte de él. 

jueves, 13 de junio de 2013

UNA NOCHE EN EL HOSPITAL

La Señora Inés daba vueltas y vueltas en la cama, quejándose.
Estaba en un hospital público compartiendo la habitación con otras cinco mujeres a las que no separaba nada más que el espacio entre cama y cama. No había biombos, ni paredes movibles, ni cortinas que preservaran su soledad o su intimidad. Nada. Todo se oía. Todo se veía.
Pero la que más hacía notar su presencia era justamente la Señora Inés, a las que sus compañeras de cuarto "cariñosamente" llamaban Inesita.
Inesita era bajita, rechoncha, de pelo chino, negro, corto. Usaba lentes y dormía con ellos. Una sonrisa que a veces parecía una mueca, formaba parte de ella. A veces no la perdía aún estando dormida. Inesita era de piel blanca, con mejillas rosadas, con arrugas en el contorno de los ojos obscuros que nunca estaban quietos, que miraban para todos lados, que se querían enterar de todo su entorno. ¿Cuántos años tenía? Quizá 60 o un poco más pero ni una cana había en su cabeza que no estaba teñida. 
Inesita había sido operada de una hernia y caminaba dificultosamente al baño o al comedor donde le servían sus alimentos. Caminaba así por la gran cantidad de tubos que de su vientre colgaban y que recogían los fluídos corporales propios después de la operación a la que fue sometida.
Empecé diciendo que daba vueltas y vueltas quejándose, porque eso hacía nada más iniciada la noche. Durante el día, se paraba, se sentaba, caminaba con dificultad, y siempre sonreía. Oía danzones y gustaba de subir el volumen de su receptor para que el resto de las enfermas se alegraran con ella. ¡Poco faltó una tarde para que contagiada por los comentarios de las mujeres que con ella compartían la habitación, se pusiera a bailar!
Pero iniciaba la noche, se apagaba la luz, y ella, después de una media hora de ronquidos estrepitosos se despertaba y empezaba a llamar a la enfermera, a pedir que le ayudaran a moverse, a quejarse de lo que le dolía o no le dolía, a decir que los moscos la picaban, a pedirle a sus compañeras que se callaran porque no la dejaban dormir.
Hace un par de días me encontré a Inesita entrando al hospital. La saludé efusivamente y ella a mí. Me regaló una gran sonrisa y me dijo que iba a que le quitaran los puntos. Yo le pregunté que si ya podía dormir. Ella, sonriendo, me dijo que no, que todavía no.